Veo Eurovisión desde que tengo memoria, siempre con la esperanza de que nuestro país quede bien posicionado en la competición, pero también con ganas de descubrir las propuestas del resto de países. Lo que me atrapa año tras año es esa sensación de expectación, descubrir nuevas canciones que quizás se conviertan en mis favoritas, y la emoción de ver cómo se despliegan en el escenario propuestas artísticas de todo el continente con una mezcla singular de culturas, lenguas y ritmos. La música tiene el poder de conectarnos, de trascender las barreras que nos separan y de hablar un idioma universal que todas las personas podemos entender.
Por eso, en un concurso que celebra la diversidad y la unión a través de la música, no puede caber el odio, la barbarie y la violación sistemática de derechos humanos. La presencia de Israel en Eurovisión, en medio de un prolongado conflicto con Palestina, plantea serias dudas sobre los valores que estamos dispuestos a defender y promover en Europa. No se trata de excluir por excluir, sino de ser coherentes con el mensaje de paz y unidad que Eurovisión quiere transmitir.
En 2022, la exclusión de Rusia de Eurovisión debido a su invasión de Ucrania marcó un rotundo precedente sobre cómo el festival maneja la participación de países en conflictos armados. Esta decisión, basada en principios éticos y de solidaridad con las víctimas de la agresión, pone de manifiesto que Eurovisión no es ajeno a la realidad política y social de sus participantes. Por tanto, surge la pregunta: ¿por qué no se aplica el mismo criterio a Israel ante el evidente genocidio que está perpetrando en Palestina?
Artistas de países como Finlandia, Islandia o Noruega han pedido que sus televisiones no acudan a la próxima edición del certamen si se permite competir a Israel. Por su parte, RTVE ha decidido ponerse de lado y escudarse en la colectividad de la UER para evitar asumir una posición crítica autónoma. Como dijo el activista sudafricano Desmond Tutu: «Si eres neutral en situaciones de injusticia, has elegido el lado del opresor». En contextos de opresión, elegir ser neutrales es elegir el lado del poder, no el de la justicia.
El uso de eventos internacionales como Eurovisión para proyectar una imagen de normalidad y diversidad, mientras continúan los bombardeos en Palestina, es un claro ejemplo de artwashing. Esta táctica pretende mejorar la imagen pública de Israel, al mismo tiempo que continúa la violencia indiscriminada contra la población palestina, con 27.000 personas muertas desde octubre y más de 8.000 desaparecidas. Además, dos millones de personas se encuentran atrapadas en Gaza en una situación de extrema vulnerabilidad, sin acceso a necesidades básicas como agua, alimentos o asistencia médica. Esta estrategia busca desviar la atención de las políticas de apartheid y genocidio con la utilización de la cultura como cortina de humo. No lo podemos permitir.
Eurovisión no debe ser una plataforma para la legitimación de políticas y acciones que están en conflicto con los principios de justicia, paz y respeto por los derechos humanos. Debe ser un espacio seguro donde la música sirva como un lenguaje universal de unidad y esperanza. Es esencial expulsar de inmediato a Israel de la competición porque no se alinea con los valores que Eurovisión representa. Solo así, podremos asegurar que el festival siga siendo una verdadera celebración de la diversidad cultural y la armonía internacional.
El veto a Israel en Eurovisión no es un acto de censura cultural, sino un llamado a la rendición de cuentas y al respeto por los derechos humanos. Es un gesto de solidaridad hacia el pueblo palestino y un recordatorio de que la cultura y la música no deben usarse como herramientas para blanquear acciones que contradicen los valores más fundamentales de nuestra convivencia. Si, en su momento, la Unión Europea de Radiodifusión (UER) vio clara la expulsión de Rusia de la competición, definitivamente ahora tiene que expulsar a Israel, lo contrario será un enorme acto de hipocresía.
